martes, 17 de noviembre de 2015

Presentación del blog

En 1972, me interesé por primera vez por la forma en que el sistema nervioso conserva y transmite información y escribí un primer texto al respecto. Al tener que enseñar a futuros periodistas cómo conservar y procesar información – lo cual implicaba un trabajo mental de análisis – volví sobre el tema de los procesos neurológicos, aunque en una perspectiva más definidamente psicológica y empecé a estudiar las ciencias cognitivas, en particular a partir de los trabajos de D. Norman (publicados en el libro de Lindsay, P. y Norman, D.: “Introducción a la psicología cognitiva”). Tuve además la oportunidad de asistir a un curso de Humberto Maturana sobre biología del conocimiento y en los años siguientes publiqué varios artículos sobre este tema. En 1994, dediqué un semestre sabático a un mayor estudio de las ciencias cognitivas. Entre 1997 y 1999, seguí un programa de doctorado donde, nuevamente, las operaciones cerebrales – ligadas a la temática de la comunicación – se transformaron en el centro de mi investigación, dando origen a una tesis sobre la representación del conocimiento tanto en el cerebro como en los nuevos hipermedia. Un análisis sistémico más formal y más profundo de los fundamentos de esta tesis dió lugar, en 2002, a mi libro “Teoría Cognitiva Sistémica de la Comunicación” (Ed.San Pablo, Santiago de Chile; disponible en ISSUU).

En todos los casos, volvía a aparecer una característica común: la dificultad de la ciencia para explicar las raíces de la conciencia. Pero, desde mis primeros años de estudiante universitario, siempre tuve en mente la cosmología de Pierre Teilhard de Chardin, cuyos libros leí en dicha época y que introducían una interesante distinción entre el “exterior” y el “interior” de las cosas, lo mismo que expresó el Principito de A. de Saint-Exupery y que ya había sugerido San Pablo en el primer siglo de nuestra era: “Lo esencial es invisible para los ojos”.

Lo que presentaré aquí es el producto de las notas que tomé en el transcurso de los años y de mi actual revisión y lectura.

Reglas de la ciencia

Para abordar correctamente el tema de la conciencia y del espíritu, es indispensable tener claridad acerca de las reglas de la investigación científica. La primera es la objetividad y la apertura de mente.

La regla ética del científico de hoy es por una parte tratar de ser siempre los más objetivo posible y, en segundo término, nunca negarse a considerar hechos que le parezcan inexplicable solo porque no “encajan” en sus teorías o su marco de referencia habitual. Por su misma naturaleza, la ciencia no puede excluir de su campo de acción ningún hecho que se presente a la conciencia investigadora del hombre. ¿Por qué, entonces, existen científicos que se desinteresan de ciertos tipos de problemas o incluso se oponen violentamente a su estudio?

Desgraciadamente, para muchos científicos – influenciados por el modelo de la física – el principio de objetividad se ha transformado en objetivismo. Éste pretende que el mundo tiene su propia estructura, la que puede ser totalmente “modelizada” mediante las matemáticas y la lógica, y que las representaciones mentales serían verdaderas o falsas según reflejen o no correctamente la realidad (observable y medible). Esto lleva fácilmente a una concepción computacional de la mente (el cerebro es una máquina que procesa información) y parte de un supuesto totalmente erróneo: que el observador y la naturaleza son dos entidades distintas.

Para algunos científicos (como Daniel Dennett), no hay conocimiento válido si no es producto de una observación “en tercera persona”, lo cual, en estricto rigor, implicaría que es imposible lograr un conocimiento válido acerca de la conciencia ya que la conciencia de un tercero no es observable. Otros afirman que la conciencia no puede existir sin el cerebro, lo cual, además de ser un prejuicio, es un grave error lógico y científico, ya que una inexistencia nunca puede ser demostrada.

Así, cualquier hecho que parece estar en contradicción con las leyes físicas conocidas – o solo escapa de ellas – es muchas veces objeto de rechazo, pero ésto cae en una contradicción fundamental con el espíritu de la ciencia, que exige que la mente permanezca abierta a la revisión de todas las hipótesis y de todas las teorías. La necesaria prudencia puede llevar a un científico a estimar que los argumentos de otros son insuficientes o inadecuados pero nunca a rechazar el estudio de un problema ni menos aún a desautorizar a quienes lo enfrentan seriamente. ¿Cuántos proyectos de investigación nacen diariamente en base a presunciones poco fundadas? ¿No es la investigación, precisamente, un proceso de búsqueda de pruebas (a favor o en contra de las hipótesis)? 

En el caso de la defensa de la naturaleza espiritual de la conciencia, ciertos “opositores” han argumentado que las pruebas reunidas eran sólo testimoniales. Pero es absurdo descartar el testimonio como prueba, por cuanto todo conocimiento descansa, en algún momento o en alguna parte, en testimonios. Lo que debe exigirse es una suma de testimonios congruentes, provenientes de testigos independientes y confiables. Y es lo que pretendo aquí.

Un serio problema con el que se encuentra la objetividad es el de la interpretación. Los “datos” obtenidos por la ciencia solo tienen sentido cuando se los interpreta. Y la  interpretación es un producto de la reflexión, que no puede ser considerado como una mera “operación” del sistema nervioso central, sino como una actividad de la conciencia. Es un “dar sentido”, basado necesariamente en una visión más amplia, en una concepción del mundo, es decir –en fin de cuentas– en una opción filosófica que será o bien materialista o bien espiritualista. ¡No negamos el componente objetivo, pero no podemos tampoco negar el componente subjetivo! Ambos son inseparables. (Cfr. Ken Wilber, "Ciencia y religión" p.154).